11 de febreiro de 2017

La Isla de los Jacintos Cortados

Gonzalo Torrente Ballester
La Isla de los Jacintos Cortados (1980)

O autor escreve de forma epistolar, dirigindo-se a Ariadna, contando-lhe tudo quanto aconteceu desde que a conheceu. Escreve na pele de um professor universitário espanhol, algures nos Estados Unidos, e Ariadna é uma grega, aluna (e algo mais...) de um seu colega, Alain Sidney, também conhecido por Claire, descendente de um reconhecido poeta britânico, sir Ronald Sidney. Claire acaba de editar um livro, onde defende que Napoleão não existiu – terá sido uma criação deliberada –, tese que põe em risco a sua credibilidade académica e a cátedra; mas encontra-se ausente do campus e essa circunstância leva Ariadna ao contacto com o escritor, acabando por viver os dois, durante um curto espaço de algumas semanas, na cabana de uma pequena ilha dos arredores, denominada Ilha dos Jacintos Cortados.
Entretanto é-nos dito que Claire tentava ligar a personalidade de Ariadna à de Agnesse, uma mulher com quem sir Ronald Sidney manteve uma relação amorosa na pequena ilha mediterrânica de La Gorgona (que também se conhece por Ilha dos Jacintos Cortados), no tempo que se seguiu a uma revolução motivada pela Revolução Francesa, para, através de uma, conhecer melhor a outra. O escritor, através de métodos divinatórios, tenta também descobrir o que se passara em La Gorgona, ilha que aparenta conter a chave da questão levantada pelo livro de Claire, para mostrá-la a Ariadna, presencialmente ou através da escrita, com o fim de a impressionar e seduzir, completando assim o triângulo amoroso. Deste modo se acrescenta um bom punhado de personagens e se desloca o centro narrativo deste romance pouco linear, onde a realidade e a fantasia se fundem.
Apesar de Gonzalo Torrente Ballester afirmar, no prólogo, ser este livro «mero divertimento e descanso [escrito] ao longo de um ano preenchido por outro género de trabalhos», na verdade não se afigura de leitura muito fácil, com parágrafos de grande extensão e diálogos colocados entre aspas, sem translineação. Contudo, se na forma é um tanto monótono, a narrativa acaba por se impor, inventiva e imprevisível.

Verás que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve en la Isla, las Hermanas quedan detrás de los cristales, y esa noche los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de las alcobas, y hasta los solitarios se regocijan: nueve meses después suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de aquella ventana, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves, cómo dejan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pavimento, se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños de muerte, mientras, ocultas, las manos se oprimen y se prometen. Cuando se han alejado las Parcas, un movimiento tímido precede al furor apresurado con que se quiere recuperar el tiempo. La Vieja dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de volar, en un largo papel que lleva en la mano: cuando escribe, la Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida escribiendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo incauto: «¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuelvan!» A veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cualquier caso, antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las denuncias y las apunta en ese enorme libro de tapas negras: nombre de los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el tanto de culpa.
Si has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli; que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín –que en su cara fue mueca de incomprensión y de indiferencia. Al regresar a casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio Aldobrandini, abierto el mirador, contempla las estrellas. La Vieja pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda, Ascanio ya no estaba.
«La poesía –dijiste entonces– es un amontonamiento de nubes que se pintan de gris y de púrpura y que te impiden ver al sol caer en el horizonte. Lo que yo necesito es una explicación racional de por qué esos fantasmas han venido a espiarnos, me han mirado con esos ojos muertos, me han insultado.» Tuve que responderte: «Es muy posible que la explicación que requieres se pueda recabar de Claire: él entiende de todo». Tú, entonces, te volviste hacia la pared: «Vete ya, por favor; cuida de que las puertas y las ventanas queden cerradas».

Li anteriormente:
Crónica del Rey Pasmado (1989)

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