23 de maio de 2017

Diario de la Guerra del Cerdo

Adolfo Bioy Casares
Diario de la Guerra del Cerdo (1969)

Este livro foi mencionado em uma ou outra análise às reacções ao Brexit, e com razão.
Um grupo de amigos rondando os sessenta anos constata, com preocupação, na sua cidade, a criação de um ambiente de hostilidade em relação aos velhos, por parte dos jovens. Esses jovens, influenciados por um demagogo televisivo, partem para a violência, agressão e até assassínio, num clima de certa impunidade e, até, condescendência. Centrado na personagem de Isidoro Vidal, acompanhamos os casos e dramas no seu grupo, ao qual se referem muito naturalmente como «os rapazes», sem entenderem muito bem se já ultrapassaram a fronteira fatídica da idade que os torna num alvo preferencial. Uma frase do capítulo XLI resume a sua posição: «Os jovens não entendem até que ponto a falta de futuro elimina o velho de todas as coisas que na vida são importantes».
Ao contrário da sociedade tradicional, onde o ancião é respeitado pelo seu conhecimento e experiência, na moderna sociedade materialista e mercantilista o velho é considerado obsoleto e um peso morto; esta obra foi escrita há quase 50 anos e, ao intuir o que aí vinha, Bioy Casares foi um visionário.

Cuando dobló por Paunero, Vidal sintió de pronto una íntima convicción de estar solo. Dirigió la vista al sitio que debía ocupar Isidorito; ahí no había nadie. Se volvió hacia la esquina. Isidorito se alejaba en dirección a Bulnes.
—¿No venís a casa? —gritó Vidal.
—Sí, ya voy, viejo. Hago una diligencia y voy —contestó quejumbrosamente el muchacho.
Vidal pensó que sin duda llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir. Ambiguamente agregó: Por tan poco tiempo no vale la pena.
Había llegado a su casa. El temor de que Bogliolo, recostado contra la puerta, lo hubiera sorprendido en su monólogo, lo indujo a saludarlo excesivamente:
—¿Qué se cuenta, señor Bogliolo? ¿Cómo le va?
El otro no contestó en seguida. Después dijo:
—No le extrañe si no le devuelvo el saludo. Yo, a un hombre que no me cumple un encargo, lo doy por muerto. Le digo más: le concedo la importancia que se da a una basura.
Vidal lo miró desde abajo, se encogió de hombros, caminó a la pieza. Cuando hubo cerrado la puerta se prometió a sí mismo que si alguna vez llegaba a ser un gigante, molería a palos a Bogliolo. Hacía frío en el cuarto. Pensó: “Qué raro. Hablábamos con Isidorito del individuo y a los pocos minutos lo encuentro”. Se dijo que esos presagios, a lo mejor simples coincidencias, recuerdan que la vida, tan limitada y concreta para quien procura indicios del más allá, siempre puede envolvernos en pesadillas desagradablemente sobrenaturales. Puso a hervir el agua. Debía acordarse de hablar con Arévalo del tema de los presagios. En la juventud, a lo largo de interminables caminatas nocturnas, habían tenido famosas discusiones filosóficas; después, aparentemente, la vida los había cansado. Llevó la pavita y el mate, se acomodó en la mecedora, mateó y, ocasionalmente, se hamacó. Cerró los ojos. En la calle resonó una bocina como las que usaban los coches de antes. Cuando oyó a lo lejos el tranvía que después de la curva se balanceaba para tomar impulso y, con un quejido metálico, avanzaba acelerando, entendió que soñaba. Si no recordaba nada de lo que luego había ocurrido tenía alguna esperanza de que fuera el alba, de estar en su casa de la calle Paraguay y de que sus padres durmieran en el cuarto de al lado. Oyó un ladrido. Se dijo que era Vigilante, el perro, atado junto a la glicina del patio. Imaginó o soñó una conversación en que refería este sueño a Isidorito, que lo encontraba gracioso, por la presencia de anticuados tranvías y de automóviles cuyas bocinas emitían sonidos ridículos. Retrospectivamente resultaba difícil distinguir lo que había pensado de lo que había soñado. Creyó por primera vez entender porqué se decía que la vida es sueño: si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas, después de muertas, pasan a ser personajes de sueño para quien las sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que fueron convincentes, pero que nadie quiere oír. Hay padres que encuentran en sus hijos un auditorio bien dispuesto, de modo que en la crédula imaginación de algún chico los muertos recuperan un último eco de vida, que muy pronto se borra como si no hubieran existido nunca.

Li anteriormente:
El Sueño de los Héroes (1954)
La Invención de Morel (1940)

Ningún comentario:

Publicar un comentario