25 de xuño de 2017

La Rebelión de las Masas


José Ortega y Gasset
La Rebelión de las Masas (1930)

Julián Marías alerta, no prólogo, que este livro – o mais conhecido de Ortega y Gasset – suscitou muitos mal-entendidos, dado ser apenas uma parte do conjunto da obra do autor, na qual estão as suas raízes e a sua justificação; A Rebelião das Massas será um capítulo de sociologia integrado num pensamento mais abrangente, que, isolado do seu contexto, poderá não ser totalmente apreendido. O próprio autor acrescentou-lhe, quase uma década depois, um “Prólogo para franceses” e um “Epílogo para ingleses” com considerações acerca de como a passagem dos anos retirou pertinência ao livro – encarou mesmo a possibilidade de escrever uma segunda parte complementar.
Escrito entre 1926 e 1929, destinado a conferências e a artigos de jornal, este ensaio foi publicado como livro em 1930, e analisa a emergência da sociedade das massas. A caracterização do homem-massa, que ocupa a primeira parte do livro, descreve a ascensão, não só ao poder mas a todos os ramos da sociedade, do homem médio, marcado pela vulgaridade e pela mediocridade, um fenómeno não de classe, mas transversal a todas as classes sociais. Se um homem de excelência é aquele que exige muito de si próprio e se define pela exigência e pelas obrigações, o homem vulgar, pelo contrário, nada exige de si, é auto-suficiente, injustificadamente confiante, e reclama os seus supostos “direitos” sem nada ter feito para os merecer. E para que não se pense que o homem-massa emana apenas da plebe, Ortega aponta a especialização como a causa do estreitamento de vistas desses indivíduos parcialmente qualificados, os sábios-ignorantes, que, sendo versados nas matérias que lhes respeitam, julgam ter opinião válida sobre qualquer coisa, mesmo que fique fora da sua área de especialização – política, arte, religião e todas as esferas da vida. E nomeia-os: médicos, engenheiros, financeiros, professores e, de um modo geral, os chamados «homens de ciência», a quem acusa de um comportamento primitivo e bárbaro, que simbolizam o império das massas. Na sociedade de massas não será por isso de espantar que o plano político reflicta o que se passa no plano intelectual e moral.
Quanto à Europa se encontrar ou não em decadência, uma questão que preocupava o pensamento da época, Ortega y Gasset não via motivos de preocupação. Reconhece a existência de uma crise moral, mas considera-a circunstancial, dado que a aliança da democracia liberal com o desenvolvimento técnico frutificou numa sociedade de abundância com parâmetros de bem-estar material jamais vistos. Os totalitarismos que então avançavam merecem-lhe duras críticas, considera-os regressivos e produto típico dos homens-massa.
Numa segunda parte em que analisa a natureza do poder, o modo como ele é exercido e o que sucede na sua vacilação ou ausência, com comparações históricas, destaca-se o seu europeísmo optimista defendendo a integração dos estados numa entidade supranacional como superação da crise observada, que associa à exiguidade de horizontes que considera terem atingido os estados nacionais, também eles forjados pouco antes pela união de estados fragmentados – sublinhando: sem a anulação das nações. Temos, assim, a defesa de um império sem imperialismo que devolvesse à Europa o espírito de liderança civilizacional, no qual ela parecia então desacreditar.

Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarlo de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarlo a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás.
No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtidor de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo como característico en nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad o la vulgaridad como un derecho.
El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser —por ejemplo, sobre política o sobre literatura—. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica.
Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones».
Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa una progreso enorme que las masas tengan «ideas», es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es cultura. La idea es un jaque a la verdad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la verdad y aceptar las reglas de juego que ella imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura cuando no preside a las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse. No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte.
Cuando faltan todas esas cosas, no hay cultura; hay, en el sentido más estricto de la palabra, barbarie. Y esto es, no nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión de las masas. El viajero que llega a un país bárbaro sabe que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir. No hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación.

Ningún comentario:

Publicar un comentario